lunes, 23 de marzo de 2009

La historia de H.

lunes, 23 de marzo de 2009
Que duras eran esas noches. Que duros son los días, pero jamás nada fue comparable a las noches, tan monstruosas. Con todo su esplendor, su magia, se convertía en una pesadilla sin final. Malditas noches de aquel maldito tiempo de oscura soledad en la que el paso del tiempo se hacía interminable y dolía más que cien cuchillos clavados agónicamente en un frágil cuerpo. Todo se había parado, pero a su vez seguía su camino incontrolable, en medio de una marea amenazante y asfixiante. Ni siquiera esas tortuosas canciones llenas de demonios calmaban todo lo que ella llevaba dentro. ¿Qué solución quedaba para la supervivencia? Morir era el único medio de sobrevivir. Una paradoja en medio del vacío. Y sólo existía eso.
Cuando todo pierde el sentido que una vez tuvo, es muy difícil recolocarse en medio de una vida que no pertenece a nadie, ni siquiera a uno mismo, antiguo dueño legítimo. Cuando tu vida se pierde en el torbellino de vidas humanas y te deja ahí, en medio de la nada, esperando su vuelta, y eso, por mantener algún objetivo que te haga continuar respirando, aunque eso duela tanto como romperse todos los huesos del esqueleto a la vez, no puedes elegir entre vivir o morir. Tienes que vivir, y tus preferencias ya no cuentan, porque ellas, tus deseos, grandes esperanzas e ilusiones se las ha llevado tu existencia perdida. Sólo estás tú y tu vacio. Y automáticamente tú pasas a no significar nada, por lo que se queda el vacio y el eco de no tener nada, haberlo perdido todo jugando a un juego en el que nadie te invitó a participar.
¿Cómo empezar partiendo de ese desolador presente?
Eso se andaba preguntando H, mientras esperaba el momento en que pudiera salir de aquel irremediable vacio en el que la habían dejado por culpa de ese cruel sentimiento que puede cambiar hasta la última coma en la vida de alguien, aunque no seamos conscientes o no queramos serlo. Sin él nos sentimos vacios, y con él, dependiendo del rumbo que elija, puede ser el más cruel, dañino y perverso sentimiento que jamás hayas percibido o, en cambio, puede ser lo más dulce y delicioso, aún más de lo que puedas soñar. A todos nos atrapa, aunque nos neguemos, lo cual es aún más triste que el vacio que experimentaba H.
H solo era otra pobre chica, recién salida de la atormentada adolescencia, que había caído en las redes de un amor perverso y demoníaco. Su historia no es una diferente a la que cada día vivimos todos y cada uno de los habitantes de este pequeño planeta.
H salía por las mañanas a su oscuro balcón y gritaba de soledad. Cada noche soñaba de necesidad, y por las tardes imaginaba de puro vacio. Se inventaba su propia vida, su propia mitad. Vivía los sueños de otros, o los recogía en los libros o películas. Esa imaginación suya, le llevaba desde el primer día, hasta el último. Era entonces cuando le exprimía un irreal llanto en el que descansaba toda la soledad que le consumía el alma. Pero todo era una mentira. H no tenía vida. Solo su astuta mente, que la creaba para ella.
Pobre H, que ahora tiene lágrimas de verdad. Pobre H que sufre la realidad mucho más que la ficción. Pobre H que está dolorida.
Estando sumergida en una vida de sueño, H saltó a la realidad de golpe, sin darse cuenta, pues una mente tan soñadora no es capaz de percibir cuando la verdad la envuelve o es pura mentira lo que su ojos ven, lo que sus sentidos le intentan decir. H se creía a salvo, como una vez estuvo en sus sueños.
Una mañana, H no salió al balcón a gritar por su soledad, sino que se quedó en la cama, con su triste sonrisa y los descompasados y trabajosos latidos de su corazón. Esa mañana era diferente. Cuando H miró por la ventana vio un sol luminoso que acariciaba su fría piel, fría por ausencia del calor que le negaba el mundo. H se vistió, quizás un poco más cuidadosamente que de costumbre, porque ese día esperaba algo. Esa mañana era diferente.
H salió a la calle, buscando la diferencia, cuando todo parecía ser igual. Pero estaba el sol de invierno que, muy sutilmente, la acompañaba. Esa mañana era diferente, lo sabía. H siguió su habitual camino de calles, casas y caras conocidas de cualquier día en cualquier lugar. Así fue pasando el día y la esperanza apagándose. La única diferencia era el rápido trazo de las manecillas del reloj. El invierno seguía siendo su invierno, la soledad igual de ancha. H no entendía porque ese día no era diferente.
Y fue entonces cuando, ahogada por la tristeza que le embargaba el alma al perder esa estúpida esperanza banal que había creado sin razón en su corazón, apareció Él. Él la estaba buscando y ella a Él. Bastó un encuentro de sus pupilas y nació la razón: se dieron cuenta de que hacía años que se esperaban. Él a H y H a Él.
Así lo entendieron y así lo hicieron. No hizo falta más que una simple mirada, un roce de manos y el mundo cambio. El balcón de H dejó de estar oscuro, su casa dejó de ser de carbón porque ahora Él estaba allí, oliendo su pelo, envolviéndola con su calor. H recorría con sus torpes manos el cuerpo de Él, y Él iba aprendiéndose el cuerpo de ella. Disfrutando de su ausencia de vacío, de su encuentro fortuito, de su amor de cuento, imposible, fugaz, intenso, necesitado. Así fue como H sintió la realidad.
Así pasaron semanas de dulce pasión, tranquila y apacible, llena de gestos invisibles y que lo significaban todo, que iban completando y cosiendo la herida de H. Semanas de completa y electrizante irrealidad. Los sueños, sueños son, y la realidad era mejor que todo cuanto H había construido en su fantasiosa mente.
Cada día era aún mejor que el anterior. Ya H no necesitaba salir a su balcón, si no era para gritar a la cara de los transeúntes de amor por Él o para enseñarle su reluciente sonrisa y sus brillantes ojos de pura felicidad, para que el mundo se muriera de envidia, porque H también era capaz de vivir una realidad como los demás, porque H no era diferente. No necesitaba esconderse nunca más. Cada segundo era mejor, cada sentimiento era más intenso que aquellos tan viejos que H no alcanzaba a recordar. El mundo cambió su color. Las lágrimas de H estaban bien guardaditas en una caja en el desván. Ya no las necesitaba. Solo tenía su voz, sus manos, su olor y su grandioso sentimiento, más grande que toda la soledad del mundo, que no era poca, porque la soledad se esconde en portales, casas, despachos, arboles, en cualquier sitio, muy quietecita esperando atacar al primero que se deje. Pero H no la necesitaba nunca más.
H lo ansiaba. Cada día era nuevo. Cada vez que sus labios se encontraban o su mirada se clavaba en Él, H se perdía y su conciencia se acababa. Era tan perfecto que a H le faltaba fe. Quizás había ido demasiado lejos en sus sueños y se había precipitado en un vacio de locura. Quizás esto no era la realidad, esa que cualquiera decía que era tan fea. Pero cuando Él la tocaba, las dudas volaban.
Y entonces sobrevino el final.
Un día cualquiera. Un momento cualquiera. Una ropa cualquiera. En una calle cualquiera. Ahí mismo puede pasar. Ahí puede esconderse esa milésima de segundo que lo cambia todo. Que en un pestañeo traza la línea que determina lo que había y lo que se esfumó. Sin esperarlo, que si lo esperas ya no pasa. Así, sin más, H conoció al resto de realidad escondida.
Él le dijo que se iba, que mañana no iba a volver, que era mejor así, que tenía que pasar. H le preguntó porqué. H no entendía nada. H, por si acaso, sacó la caja de las lágrimas, que le iban haciendo falta. Él le dijo que debía marcharse, que el sueño se había acabado, que no podía quedarse más, que tenía que coger otro tren. H se ahogaba. Alguien se había llevado su aire. H no sabía lo que pasaba. No sentía el torrente de lágrimas que le bajaban de esos ojos que antes brillaban de felicidad.
Y Él se fue.
H se quedó en la calle, sin comprender. Su mente no podía, pero su cuerpo lo hizo. De repente H estaba en el suelo de una calle cualquiera, en un momento cualquiera, cubierta de lágrimas y de sangre. H se miró el vientre y lo vio sangrar y H pensaba que alguien iría a salvarla, a curarle la herida, que no dejarían que se desangrara en la calle. Pero ya nadie veía a H. Estaba sola, vacía, pero no como antes. Ahora era de verdad. H no podía creer que todo aquel dolor fuera tan real. Un sueño tiene que ser, se dijo H. Seguro que me despierto y todo está igual, se repetía. Pero H no se despertaba, seguía consumiéndose en sangre y en lágrimas en cualquier calle, sin comprender. H se estaba muriendo. ¿Quién la estaba torturando de esa manera? No entiendo…no sé… ¿Dónde está Él?... ¿Qué está pasando?
Y su mente empezó a entender. Él no la quería. Él se había ido. Él había tenido bastante de H. Ya no le hacía más falta. Él se fue, no miró atrás, le dio igual que H se estuviera muriendo por dentro y que no pudiera parar. Todo lo que Él dijo eran mentiras. Sucias mentiras embaucadoras para cambiar el mundo de H y poder destrozarlo completamente. Él lo sabía y H lo dejó. Y ahora H se estaba muriendo y no podía pararlo.
Los días pasaban, Él no volvía, no volvería nunca más, pero la esperanza muerta de H seguía esperándolo a fin de que la sangre dejara de salir por ese inmenso agujero que tenía tan abierto como aquel día cualquiera en el que el fin sobrevino.
El reloj y su avance volvía a doler, los sueños habían dejado de existir, la realidad era una pesadilla y ni siquiera mientras dormía H encontraba descanso a esa destrucción que Él empezó. Nada tenía sentido y la existencia de H se había perdido. H no podía encontrarla. No podría hacerlo nunca más. H no podía luchar, porque H no podía moverse. Pasaban los días, grises, negros, gris oscuro, negro azabache. En todos llovía, y la oscuridad era aún más sobrecogedora de lo que lo fue un día. El vacio lo ocupaba todo, y el frío de H llegaba hasta las casas contiguas, creando un mar de hielo en mitad del desierto de su corazón. Y la herida no desaparecía.
Era el fin de H.
Es el fin de su historia, una como tantas otras, como la mía, como la tuya, como la de él, como la de ella.
La magia se perdió un día de viento, H no tiene consuelo y cada día muere un poquito más, porque H quiere morir cada día más. H se deja perder en la infinitud. H no sabe por dónde empezar a reconstruir lo que un día tuvo: una vida. Él se la llevo. H era otra víctima de esa crueldad infinita de los sentimientos humanos.
Y la culpa fue de ese adiós para siempre.

Cuatro de febrero de dosmilnueve.

4 comentarios:

TopacioDJ dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
TopacioDJ dijo...

Él es un folla-doceañeras. H al menos terminara madurando, mientras que Él hara mil veces mas lo mismo con otras. Él me recuerda a popero baboso xD
Que se jodan! que se jodan todos xD

Anónimo dijo...

¿Y H se recuperó?

ruyelcid dijo...

H es una letra muda que no tiene sonido, no es nada, es el silencio, un vacio, un hueco oscuro.

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